Tuesday, March 27, 2007

El Aquarium


De noche, el cerebro se empeña en saber las razones de lo que hacemos de día. Hace unos post quería ser Juan Sebastián de Elcano, así, de golpe sin saber porqué él y no otro de los genios que ha parido este planeta. Pues bien, en su ejercicio de aerobic vital, ese cerebro me volvió a llevar de paseo hasta el mostrador del Aquarium de Donosti, cita obligada de los mejores paseos de las mañanas de sábado de la infancia. Allí me compraban una entrada de esas de cine antiguo, con medio agujero a cada lado, después de que jugase en los cañones de la puerta, esos con los que disparaba hasta hundir los navíos de línea que osaban entrar en la bahía, esos con los que me creía un Nelson con pantalones cortos.

Billete en mano, entrábamos con el paso nervioso en aquella biblioteca de Alejandría del mar, y jugábamos a maravillarnos con lo que habíamos visto mil veces, con lo que, pese a lo cotidiano, volvía a sorprender, como la repetición una y otra vez de una mañana de reyes.

Ni siquiera los penachos de olas que asomaban por la ventana eran capaces de sacarnos de aquél camino de migas marinas. Jugábamos con reglas implícitas, como la de tocar con una palmada y la mandíbula del gigante que se adivinaba en el esqueleto de ballena de la entrada, donde siempre me imaginaba -la boca abierta como burla al animal- una barriga de carne donde cabría una persona, esa que luego supe se llamaba Jonás.

Tampoco valía saltarse la regla de las etapas. Era obligatorio observar los objetos y animales aburridos para llegar a los divertidos. Así, pasábamos fijándonos a medias en las vitrinas de las conchas, caracolas de mil colores y formas, incluso una enorme con pinchos, los cangrejos, y los terribles centollos que, pese al barniz, abrían el apetito barruntando el buey de mar que nos tenía preparado mamá en casa.

Luego llegaba la hora de la compasión con aquella foca disecada posando inerte sobre los guijarros, las blanquecinas especies abisales y un tiburón prehistórico bañado desde quién sabe cuando en el amarillento formol. "Mira, ese es el pez más viejo y se parece a los peces de hace tropecientosmil años..."

La procesión de los sábados pasaba por delante de unas escaleras de caracol que llevaban al oscuro y mundo de las peceras, modesta réplica del fondo del Pico del Loro, retratado detrás de los cristales esos tan gordos a los que no convenía acercarse si no querías terminar mareado como un pato. Allí esperaban las muxarras, salmonetes, pulpos, las morenas de amenazante dentellada, las suculentas doradas, mantas con aletas de elegantísimas ondulaciónes y aquella tortuga octogenaria que nadaba en obsesivos circuitos mil veces repetidos y que enseñaba su barriga de concha contra el cristal cuando ascendía a la superficie.

Pero esa, la mejor parte, era la que reservábamos para el final de la ceremonia, nuestros treinta metros de viaje submarino en los que nos sentíamos más aventureros que el propio capitán Nemo.

Antes había que subir a la planta alta, donde aguardaban las joyas de la historia de la navegación. Eran indispensable tocar las oxidadas puntas de los arpones balleneros de los últimos Queequeg vascos, forzudos con anillos en las orejas a los que ya creía ver persiguiendo al Leviatán frente a Ulía, con la txalupa lastrada por dos palmos de agua por los rociones del Cantábrico. También había maquetas de vapores y de navíos de línea, esos donde paisanos como Churruca y los suyos vendieron caro el pellejo en mil batallas.

En un rincón, se reconstruía una habitación del siglo XVI con las ropas y enseres de un marinero. En otra habitación, con baos en el techo, una figura de cera nos miraba con su misma cara inexpresiva, en aquella atmósfera con olor a brea. La ceremonia exigía siempre una pregunta:

-¿Quién es, aita?

-Es Juan Sebastián Elcano, Chapulin, el gran marino, el de la calle Elcano. Mira, si pulsas ese botón...

-Elcano...

Al tocar el botón, con la boca abierta y los ojos como platos, una carta náutica enorme recorría con pequeñas luces el enorme viaje del marino guipuzcoano en la primera vuelta al mundo que había completado el ser humano. Una y otra vez, el botón volvía a encender la luz de la aventura, mientras imaginaba el estrecho de Magallanes, las Molucas, Buena Esperanza... Una y otra vez durante largos minutos.

-Anda Chapulin, vamos a ver la tortuga.

-Elcano...

Un día volví al Aquarium de Donosti y allí seguían el botón, el esqueleto y la tortuga y todos aquellos regalos que descubrí por enésima vez casi con la misma ingenuidad trucada que entonces. En otras salas muy modernas se veían peces tropicales, se caminaba por un túnel bajo unos tiburones enormes con nombre muy hortera e incluso había una tienda donde se vendían llaveros de merchandising. Con todo, aquél espacio se convirtió de nuevo en el cofre del tesoro con entrada de cine antiguo, demostrando, por una vez, que no todos los paraísos son paraísos perdidos, al menos hasta que los reforman. Y hace unos días quise haber sido Elcano. Normal.

5 comments:

javier said...

Siendo niño me llevaron al Aquarium de San Sebastian. Me impresionó aquel inmenso esqueleto de ballena.
No había vuelto al Aquarium hasta hace unos meses en que llevé a mi hija...yo pensaba en ese esqueleto, pero ya no estaba (están restaurándolo). Eso si, aún hablamos en casa de esos tiburones que pasaban sobre nuestras cabezas.

Chapu Apaolaza / Francisco Apaolaza said...

Creo que ese esqueleto es uno de los grandes mitos de los niños de allí ¿verdad?

Anonymous said...

Cúantas horas de jueves por la tarde (en mi época de bachiller se libraba el jueves por la tarde y había que currar los sábados)y cuántos días estivales de lluvia no habré pasado en aquel viejo y entrañable Aquarium. Ahora, tras la reforma, más moderno, muy bonito, todo lo que quieras, pero sin aquel encanto especial que, prácticamente, todos los donostiarras guardamos muy adentro.

javier said...

Era el esqueleto de la ballena, pero también esos dibujos de cazadores de ballenas en sus fragiles barcas y el arpón en los brazos, esos escudos de los pueblos de la costa con las ballenas "de piedra"...Y como no, Jonás tragado y viviendo dentro de una de ellas

Anonymous said...

No me extraña que sueñes con Elcano!. Tienes la suerte de haber conocido esas historias tan preciosas y esos lugares con tantos recuerdos maravillosos... Pero tienes lo mejor: la memoria, que te lo hace disfrutar una y otra vez. ¿Cuando te decidirás a escribir un libro?. Yo te contaré historias de Perán...
Por cierto, en una de las visitas que con frecuencia hacíamos el aita y yo al Aquarium, la foquita estaba viva. La habían traído de no sé donde, y estaba en la última pecera de la derecha de la escalera. Y tembraba, no se si de frío ó de miedo. Lloré toda la tarde... Cosa curiosa la memoria. No recuerdo qué he hecho esta mañana y...